jueves, 26 de septiembre de 2013

FC Start: El equipo que prefirió morir antes que perder

Si has visto la película de 1981 Fuga a la victoria (en España titulada como Evasión o victoria) es posible que la historia que te voy a contar hoy te suene de algo. La cinta trata de un grupo de prisioneros de guerra de los nazis que aceptan jugar un partido de exhibición para la propaganda alemana. Aunque, en principio, los reclusos aceptan para escaparse en el descanso, juegan el encuentro, empatan 4-4 y luego cumplen su cometido en una invasión del terreno de juego. Está protagonizada por Michael Caine y Sylvester Stallone, además de participar jugadores profesionales como Pelé, Osvaldo Ardiles, John Wark, entre otros. El partido de fútbol del que me refiero ha sido uno de los más dramáticos de toda la historia de este deporte y llevó a un valiente equipo de fútbol de humildes panaderos ucranianos a enfrentarse en la cancha al invencible III Reich. Una decisión que los llevó a la muerte.

 
Kiev, Unión Soviética. Principios de verano de 1941. Hitler está lanzado en su ofensiva suicida contra el Ejército Rojo y ha ocupado Ucrania. La capital está totalmente controlada por los alemanes. Muchos ciudadanos han muerto o desaparecido por los ataques. Entre ellos, los jugadores del Dynamo de Kiev, uno de los punteros de la recién nacida URSS. Iosif Kordik es un panadero de la ciudad que puede mantener su negocio por ser de etnia alemana. Además, es un gran hincha del Dynamo. Un día, paseando por su arruinada ciudad, se encuentra a un angustiado Nikolai Trusevich, el arquero titular de su amado equipo. Al poco tiempo, Trusevich y Kordik deciden buscar en la caótica Kiev a resto de los jugadores del Dynamo. Poco a poco, los van encontrando, incluidos tres del otro equipo de la ciudad, el Lokomotiv, y Kordik los emplea en su panadería.

Una vez juntos, deciden volver a jugar. Como el Dynamo, por ser un equipo controlado por el estado, había sido prohibido por los nazis, fundan uno nuevo que llaman FC Start (palabra que, curiosamente significa comienzo, principio). Gracias a algunos contactos, el Start consigue que se organicen algunos partidos con escuadrones de soldados alemanes.

El Start jugó contra tropas húngaras, rumanas y alemanas, con los siguientes resultados en los seis primeros partidos (21 de Junio: FC Start 6-2 Guarnición húngara; 5 de Julio: FC Start 11-0 Guarnición rumana; 12 de Julio: FC Start 9-1 Equipo trabajadores del ferrocarril militar; 17 de Julio: FC Start 6-0 PGS (Alemania); 19 de Julio: FC Start 5-1 MSG. Wal (Hungría) y 21 de Julio: FC Start 3-2 MSG. Wal (Hungría) Los alemanes empezaron a molestarse, no sólo porque el Start ponía en duda la teoría nazi de la superioridad aria sobre la eslava, sino porque los victorias del equipo soviético estaban dando demasiada moral a la población ocupada. Así que decidieron mandar a Kiev al Flakelf, un equipo formado por oficiales de la Luftwaffe (Fuerza Aérea Nazi), de más nivel. Pero pasó lo inevitable. El Start ganó 5 a 1.

Jugadores del FC Start: Nikolai Trusevich (Dynamo); Vladimir Balakin (Lokomotiv) ; Ivan Kuzmenko (Dynamo); Pavel Komarov; Alexei Klimenko (Dynamo); Nikolai Korotkykh (Dynamo); Vasily Sukharev (Lokomotiv); Feodor Tyutchev; Makar Goncharenko (Dynamo); Mikhail Putisin (Dynamo); Milkhail Mielnizhuk (Lokomotiv); Georgy Timofeyev y Mikhail Svyridovskiy

Jugadores del Flakelf: Harer; Danz; Schneider; Biskur; Scharf, Kaplan; Breuer, Arnold, Jannasch, Wunderlich y Hofmann

En Berlín sonaron las alarmas y dieron la orden de matarlos a todos. Pero algún nazi lo pensó mejor y creyó que si hacían eso, la última imagen de los héroes del Start sería una victoria y su ejemplo sería utilizado en el futuro. Había que derrotarlos primero en el campo. Así, se organizó una revancha, fijada para el 9 de Agosto de 1941.

El partido de la muerte

El clima ante el partido era muy tenso. Las autoridades nazis habían decidido que el árbitro sería un oficial de la SS (organización militar, policial, política, penitenciaria y de seguridad nazi) que hablara ruso, que antes del encuentro se dirigió a los jugadores del Start y les advirtió que al comenzar el juego debían de hacer el saludo nazi, con el brazo en alto. Los jugadores ingresan a la cancha, el Start con camiseta roja y el Flakelf de blanco. En lugar de alzar el brazo, los futbolistas soviéticos se pusieron la mano en el pecho. Como en los partidos anteriores, el Start fue muy superior. Llegado el entretiempo, vencían 2-1, a pesar del juego duro de los alemanes, que repartieron patadas de manera impune durante los 45 minutos. Viendo que perdían, los alemanes decidieron poner las cosas claras. En el vestuario irrumpieron varios miembros del éjercito nazi, armados, que directamente les dijeron que si ganaban, morirían todos.

Aunque se les pasó por la cabeza no salir a la cancha (el miedo es irracional), se miraron a las caras y salieron, como unos valientes...dispuestos a ganar. La aplanadora soviética se puso en marcha y al final del partido iban ganando ya 5-3. Cuando el encuentro agonizaba, uno de los jugadores del Start, Alexei Klimenko, tomó la pelota, llegó hasta la línea defensiva alemana, gambeteó a quien le saliera, incluido al arquero.. y cuando estaba solo ante el arco, se dio vuelta y pateó hacia el centro del campo, un gesto de burla y de superioridad total. El árbitro se apresuró a terminar antes de que se cumplieran los 90 minutos.

El pueblo de Kiev estaba loco de contento, pero los nazis estaban dispuestos a cumplir su venganza. Dejaron que el Start jugara un partido más (que por cierto ganaron 8-0) y después, detuvieron a todos los miembros, acusándolos de ser parte de la NKVD, los servicios secretos soviéticos. Algunos de los jugadores murieron torturados poco después. Otros lo hicieron más adelante, en campos de concentración. Sólo sobrevivieron Feodor Tyutchev, Mikhail Svyridovskiy y Makar Goncharenko, que no estaban con el resto de sus compañeros a la hora de la detención. Gracias a ellos, la historia del FC Start se pudo conocer.

Tras ello, varios libros y películas tomaron la historia. En 1981, se levantó junto al estadio del Dynamo una escultura de homenaje a los héroes del Start. Además se comenta que quien conserve una entrada del partido del 9 de Agosto de 1941, tendrá un asiento de por vida para ver al Dynamo de Kiev.

Fuentes:
http://blogs.20minutos.es
www.spanishprisoner.net

jueves, 25 de julio de 2013

Arquitectura oculta

Me pareció una genialidad el proyecto iniciado por el Museo de Arquitectura Schusev de Moscú, que como parte de una campaña publicitaria puso a un equipo creativo a diseñar arquitectura oculta bajo algunos monumentos famosos de Rusia.

Catedral de San Basilio

 
Teatro Bolshoi 

Edificio principal de la Universidad Estatal de Moscú

Fuente: www.pixfans.com

domingo, 5 de mayo de 2013

Me van a tener que disculpar (Eduardo Sacheri)

Este relato está incluido en el libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol" (en España se llamó "Los traidores y otros cuentos"), editado en el año 2000.

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.

Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.

Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.

No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.

No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.

Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.

Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para enzalzarlo hasta la estratósfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de "y, no sé, habría que pensarlo" ; o tal vez arriesgo un "vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta". Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones.

Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de nosotros los mortales.

Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.

Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio "te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros".
Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.

Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante.

Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien, pero era poco.Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.

Fuente: www.cronicasdeportivas.com.ar