En este spot publicitario participaron algunos de los mejores jugadores del mundo: Cristiano Ronaldo (Manchester United), Didier Drogba (Chelsea), Wayne Rooney (Manchester United), Fabio Cannavaro (Emiratos Árabes: Al Ahli), Franck Ribery (Bayern Munich), Andrés Iniesta (Barcelona), Cesc Fabregas (Arsenal), Theo Walcott (Arsenal), Patrice Evra (Manchester United), Gerard Piqué (Barcelona), Ronaldinho (Milan) (quien no fue elegido por Dunga para representar a la selección de Brasil en el mundial Sudáfrica 2010), Landon Donovan (LA Galaxy), Tim Howard (Everton) y Thiago Silva (Milan). Además hubo invitados especiales como Roger Federer y Kobe Bryant. El reparto se completa con Homero Simpson.
miércoles, 30 de junio de 2010
sábado, 26 de junio de 2010
Un argentino en Vietnam (Ignacio Ezcurra)
Este artículo (crónica) en el que el corresponsal relata el viaje y la llegada a Saigón sólo se publicará después de su muerte (diario La Nación)
De Saigón a A Shau
NEGRO, gris y rojo es el vuelo de San Francisco a Saigón. Como se viaja en la misma dirección que el sol, lo encierra a uno una noche irreal, interminable, de más de 20 horas. Pero el tono gris se lo da el destino. Aunque varias líneas regulares cubren esa ruta con frecuencia diaria, a los pasajeros se los anuncia y despide con tono de circunstancias. Más de la mitad son soldados, ya que los Estados Unidos envían sus hombres al frente en vuelos comerciales. Los despiden novias y madres. Blancas y negras lloran, pero sin ruido. Como reacción, minutos después en el avión, abundan los gritos, risas y anécdotas escandalosas. En la primera escala, Honolulú, bajan parejas de recién casados y se suman más soldados, nativos, de cara oscura. Los despiden caravanas interminables de parientes, que los abrazan, les cuelgan collares de leis al cuello y los bañan en lágrimas. Al volar sobre la isla de Wake, punto que señala la línea internacional del tiempo, el almanaque nos hace una trampa, y se pierde un día.
En Guam, última escala antes de Saigón, los que descienden parecen avergonzados, y lo hacen con apuro y sin mirar a los costados. Al levantar vuelo nos alcanza la luz y explota en el aire el transparente azul del Pacífico y el verde cargado de la vegetación de la isla, marco de algunas de las más sangrientas batallas de la Segunda Guerra Mundial.
De allí en adelante las caras se estiran, serias, por la ventanilla, tratando de adivinar la costa baja de Vietnam. Un matrimonio de edad, que va a visitar a su hijo soldado, me pregunta si lo encontrará bien. "Por supuesto, señora". En la distancia finalmente se dibuja un perfil de sombra.
El avión asciende a 12.000 metros. "Hay que impidir que nos alcancen los cañones comunistas", dice la azafata, con la misma cara sonriente con que había anunciado el cóctel. Y ya volando sobre los arrozales cuajados de cráteres rojos y grises, se desploma en el interior del avión el fantasma de la guerra. Los soldados, estirados en sus asientos, hacen como que dormitan, mientras piensan o recuerdan.
De pronto el avión inclina la naríz e inicia un vertiginoso descenso en busca del aeropuerto. Ya volamos sobre Saigón. Rodean la ciudad fuertes de forma triangular, y se ven muchas casas quemadas recientemente. Pocos minutos después carreteamos por el aeropuerto de Tan-Son-Nhut. Como también es base aérea militar está rodeado de barricadas de arena, alambradas de púas y erizada de ametralladoras. Nuestro avión rueda entre filas de cazas a reacción, resguardado cada uno dentro de un cerco contra bombas, y cantidad de helicópteros. En la escalerilla nos detiene la explosión próxima de un cañón. La azafata, siempre sonriente, lo explica. "No se preocupen, es la guerra".
De Saigón a A Shau
NEGRO, gris y rojo es el vuelo de San Francisco a Saigón. Como se viaja en la misma dirección que el sol, lo encierra a uno una noche irreal, interminable, de más de 20 horas. Pero el tono gris se lo da el destino. Aunque varias líneas regulares cubren esa ruta con frecuencia diaria, a los pasajeros se los anuncia y despide con tono de circunstancias. Más de la mitad son soldados, ya que los Estados Unidos envían sus hombres al frente en vuelos comerciales. Los despiden novias y madres. Blancas y negras lloran, pero sin ruido. Como reacción, minutos después en el avión, abundan los gritos, risas y anécdotas escandalosas. En la primera escala, Honolulú, bajan parejas de recién casados y se suman más soldados, nativos, de cara oscura. Los despiden caravanas interminables de parientes, que los abrazan, les cuelgan collares de leis al cuello y los bañan en lágrimas. Al volar sobre la isla de Wake, punto que señala la línea internacional del tiempo, el almanaque nos hace una trampa, y se pierde un día.
En Guam, última escala antes de Saigón, los que descienden parecen avergonzados, y lo hacen con apuro y sin mirar a los costados. Al levantar vuelo nos alcanza la luz y explota en el aire el transparente azul del Pacífico y el verde cargado de la vegetación de la isla, marco de algunas de las más sangrientas batallas de la Segunda Guerra Mundial.
De allí en adelante las caras se estiran, serias, por la ventanilla, tratando de adivinar la costa baja de Vietnam. Un matrimonio de edad, que va a visitar a su hijo soldado, me pregunta si lo encontrará bien. "Por supuesto, señora". En la distancia finalmente se dibuja un perfil de sombra.
El avión asciende a 12.000 metros. "Hay que impidir que nos alcancen los cañones comunistas", dice la azafata, con la misma cara sonriente con que había anunciado el cóctel. Y ya volando sobre los arrozales cuajados de cráteres rojos y grises, se desploma en el interior del avión el fantasma de la guerra. Los soldados, estirados en sus asientos, hacen como que dormitan, mientras piensan o recuerdan.
De pronto el avión inclina la naríz e inicia un vertiginoso descenso en busca del aeropuerto. Ya volamos sobre Saigón. Rodean la ciudad fuertes de forma triangular, y se ven muchas casas quemadas recientemente. Pocos minutos después carreteamos por el aeropuerto de Tan-Son-Nhut. Como también es base aérea militar está rodeado de barricadas de arena, alambradas de púas y erizada de ametralladoras. Nuestro avión rueda entre filas de cazas a reacción, resguardado cada uno dentro de un cerco contra bombas, y cantidad de helicópteros. En la escalerilla nos detiene la explosión próxima de un cañón. La azafata, siempre sonriente, lo explica. "No se preocupen, es la guerra".
viernes, 25 de junio de 2010
Continuidad de los parques (Julio Cortázar)
Este es uno de los relatos del libro Final del juego, editado por Alfaguara en 1996
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordono una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellando en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un díalogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordono una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellando en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un díalogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
jueves, 24 de junio de 2010
¡Diego, que Dios te lo pague! (Osvaldo Soriano)
Crónica escrita en Página 12, el 18 de Noviembre de 1993
¡Qué ansiedad, Dios mío! ¿Los nervios de punta y un cosquilleo en la planta de los pies! Un nudo en el estómago. A esta altura la gente se conformaba con el cero a cero, pero por fortuna apareció el bueno de Tobin y la metió en su propio arco al desviar un centro de Batistuta. El primer tiempo, mientras Maradona estaba intacto, pintaba para lujos y goleada; después, con el cansancio llegaron los sofocones tan temidos.
Menos mal que Diego se portó como si el que estuviera en la cancha fuera su propio monumento. La llevaba atada, la escondía y la mostraba para embelesar australianos y exigir argentinos. Para que alguien la llevara hasta el arco. El primer tiempo era la fiesta de Maradona y el estremecimiento para los que esperábamos que Batistuta y Balbo se llevaran el mundo por delante. Pero no: los dos delanteros y Ruggeri se perdieron goles de los que no se perdonan ni en un picado. Y después el arquero australiano ya se agrandó y parecía como si Islas, harto de esperar una oportunidad con Basile, hubiera entrado a jugar por Australia.
Estaban mejor parados que allá en Sydney pero pasaba lo de siempre: agujeros negros en la defensa, porque Ruggeri no siempre llegaba y Vásquez se salía de la vaina por irse arriba. Redondo empezó bien en el medio pero después desapareció, se fue al cine o a ver el partido por la tele. Pérez había empezado sin saber dónde pararse porque la inercia lo empujaba a la derecha. Pero cuando Redondo se fue a mirar el partido por la tele, Perico decidió ocupar el medio, todo roto como estaba por los pisotones y los golpes. Entonces Argentina empezó a apretar. Frente al arco Ruggeri cabeceó mal, Balbo demoró más en conectar los pases que le ponía Diego que Encotel en entregar las cartas. Y lo de Diego era eso: cartas de amor ansioso, ecuaciones de genio chiflado. ¡Qué cosas hace todavía con la pelota! ¡Cómo pesa su presencia ahí donde otros hacen nada más que lo grosero! A decir verdad hubo un momento en que daba pena que a su alrededor no estuvieran Gimnasia de Jujuy o Douglas Haig de Pergamino para liquidar el partido de una vez por todas.
El gol llegó de carambola, cuando hacía rato que los nuestros merecían el pasaje a Estados Unidos. Se habían perdido todas las oportunidades que creó el viejo coloso de Villa Fiorito. Entonces todo cambió: el equipo retrocedió para atrincherarse. Basile lo puso a Zapata y de a ratos Redondo dejaba el televisor y corría alrededor de los más sudorosos. Entre tanto, lo de Mac Allister tomaba visos de epopeya potreril: pelota que encontraba, pelota que reventaba fuerte y alto: imagen perfecta de un equipo desesperado que luchaba contra sus propios fantasmas. No bien los otros defensores advirtieron que Mac Allister se llevaba la gloria tirando cañonazos al cielo, decidieron imitarlo y ¡pum! Vázquez, ¡pum! Ruggeri, ¡pum! Simeone. ¡La hora, referí!
Eso no le quita méritos a los muchachos: esta vez al menos sabían que no podían fracasar. El triunfo fue de Maradona, talento y ganas, y de Mac Allister, furia y sudor; aunque hubo soponcios que agitaron la noche de todos los argentinos: esa pelota que cruzó el área, a contrapelo de la tardía llegada de Ruggeri y Chamot, con Goycochea tropezando y Mac Allister que llegó a tiempo y la mandó al cielo de los chambones, pero cielo al fin. La gente esperaba el final.
Nadie pensaba ya en la goleada que se insinuó en el primer tiempo. Zapata entró a poner precisión y llevar calma a los más desordenados. Como Chamot, que ya casi perdió el habla y jugó, como en Sydney, un partido aparte, de quintita bien cuidada.
Hubo de todo. Hasta el referí de Dinamarca sonreía, aliviado, porque si Argentina quedaba afuera el de Estados Unidos iba a ser el mundial de los presos. Sobre el final, cuando un pelotazo cruzado lamió el palo de Goycochea, hubo toda clase de desmayos. Pero ya estaba todo dicho y la historia no tendría más sobresaltos: Diego Armando Maradona le devolvió la sonrisa a una Argentina que ya se estaba desconociendo a sí misma.
Saludos y respetos, muchachos, señores del fútbol.
Ahora hay que formar un equipo para ir a Estados Unidos.
¡Qué ansiedad, Dios mío! ¿Los nervios de punta y un cosquilleo en la planta de los pies! Un nudo en el estómago. A esta altura la gente se conformaba con el cero a cero, pero por fortuna apareció el bueno de Tobin y la metió en su propio arco al desviar un centro de Batistuta. El primer tiempo, mientras Maradona estaba intacto, pintaba para lujos y goleada; después, con el cansancio llegaron los sofocones tan temidos.
Menos mal que Diego se portó como si el que estuviera en la cancha fuera su propio monumento. La llevaba atada, la escondía y la mostraba para embelesar australianos y exigir argentinos. Para que alguien la llevara hasta el arco. El primer tiempo era la fiesta de Maradona y el estremecimiento para los que esperábamos que Batistuta y Balbo se llevaran el mundo por delante. Pero no: los dos delanteros y Ruggeri se perdieron goles de los que no se perdonan ni en un picado. Y después el arquero australiano ya se agrandó y parecía como si Islas, harto de esperar una oportunidad con Basile, hubiera entrado a jugar por Australia.
Estaban mejor parados que allá en Sydney pero pasaba lo de siempre: agujeros negros en la defensa, porque Ruggeri no siempre llegaba y Vásquez se salía de la vaina por irse arriba. Redondo empezó bien en el medio pero después desapareció, se fue al cine o a ver el partido por la tele. Pérez había empezado sin saber dónde pararse porque la inercia lo empujaba a la derecha. Pero cuando Redondo se fue a mirar el partido por la tele, Perico decidió ocupar el medio, todo roto como estaba por los pisotones y los golpes. Entonces Argentina empezó a apretar. Frente al arco Ruggeri cabeceó mal, Balbo demoró más en conectar los pases que le ponía Diego que Encotel en entregar las cartas. Y lo de Diego era eso: cartas de amor ansioso, ecuaciones de genio chiflado. ¡Qué cosas hace todavía con la pelota! ¡Cómo pesa su presencia ahí donde otros hacen nada más que lo grosero! A decir verdad hubo un momento en que daba pena que a su alrededor no estuvieran Gimnasia de Jujuy o Douglas Haig de Pergamino para liquidar el partido de una vez por todas.
El gol llegó de carambola, cuando hacía rato que los nuestros merecían el pasaje a Estados Unidos. Se habían perdido todas las oportunidades que creó el viejo coloso de Villa Fiorito. Entonces todo cambió: el equipo retrocedió para atrincherarse. Basile lo puso a Zapata y de a ratos Redondo dejaba el televisor y corría alrededor de los más sudorosos. Entre tanto, lo de Mac Allister tomaba visos de epopeya potreril: pelota que encontraba, pelota que reventaba fuerte y alto: imagen perfecta de un equipo desesperado que luchaba contra sus propios fantasmas. No bien los otros defensores advirtieron que Mac Allister se llevaba la gloria tirando cañonazos al cielo, decidieron imitarlo y ¡pum! Vázquez, ¡pum! Ruggeri, ¡pum! Simeone. ¡La hora, referí!
Eso no le quita méritos a los muchachos: esta vez al menos sabían que no podían fracasar. El triunfo fue de Maradona, talento y ganas, y de Mac Allister, furia y sudor; aunque hubo soponcios que agitaron la noche de todos los argentinos: esa pelota que cruzó el área, a contrapelo de la tardía llegada de Ruggeri y Chamot, con Goycochea tropezando y Mac Allister que llegó a tiempo y la mandó al cielo de los chambones, pero cielo al fin. La gente esperaba el final.
Nadie pensaba ya en la goleada que se insinuó en el primer tiempo. Zapata entró a poner precisión y llevar calma a los más desordenados. Como Chamot, que ya casi perdió el habla y jugó, como en Sydney, un partido aparte, de quintita bien cuidada.
Hubo de todo. Hasta el referí de Dinamarca sonreía, aliviado, porque si Argentina quedaba afuera el de Estados Unidos iba a ser el mundial de los presos. Sobre el final, cuando un pelotazo cruzado lamió el palo de Goycochea, hubo toda clase de desmayos. Pero ya estaba todo dicho y la historia no tendría más sobresaltos: Diego Armando Maradona le devolvió la sonrisa a una Argentina que ya se estaba desconociendo a sí misma.
Saludos y respetos, muchachos, señores del fútbol.
Ahora hay que formar un equipo para ir a Estados Unidos.
domingo, 20 de junio de 2010
Comercial Adidas vs Nike
Ustedes con cuál de las dos marcas se quedan?
Nike deriva de la palabra Niké, diosa griega de la victoria
Nike deriva de la palabra Niké, diosa griega de la victoria
sábado, 12 de junio de 2010
Mi viejo mate galleta (José Larralde)
Dedicado a aquellas personas que les encanta el mate
Mi viejo mate galleta
que pena me dio perderte
que mano tronchó tu suerte
tal vez la mano del tiempo
si hasta crei que eras eterno
nunca imagine tu muerte.
En tu pancita verdosa
cuantos paisajes miré
cuantos versos hilvané
mientras gozaba tu amargo
cuantas veces te hice largo
y vos sabias porqué.
En esos duros inviernos
cuando la escarcha blanqueaba
tu cuerpito calentaba
mis manos con su calor
pa que el amigo cantor
se prendiera a la guitarra.
Y ahi nomás se arma la farra
vos y yo en un mano a mano
mate y guitarra en la sombra
mate y guitarra en el claro
en leguas a la redonda
no hubo jaguel orejano
Mi viejo amigo y hermano
que destino más sotreta
nunca le di a la limeta
en vos encontré la calma
en este adios pongo mi alma... ay
mi viejo mate galleta
Mi viejo mate galleta
que pena me dio perderte
que mano tronchó tu suerte
tal vez la mano del tiempo
si hasta crei que eras eterno
nunca imagine tu muerte.
En tu pancita verdosa
cuantos paisajes miré
cuantos versos hilvané
mientras gozaba tu amargo
cuantas veces te hice largo
y vos sabias porqué.
En esos duros inviernos
cuando la escarcha blanqueaba
tu cuerpito calentaba
mis manos con su calor
pa que el amigo cantor
se prendiera a la guitarra.
Y ahi nomás se arma la farra
vos y yo en un mano a mano
mate y guitarra en la sombra
mate y guitarra en el claro
en leguas a la redonda
no hubo jaguel orejano
Mi viejo amigo y hermano
que destino más sotreta
nunca le di a la limeta
en vos encontré la calma
en este adios pongo mi alma... ay
mi viejo mate galleta
viernes, 11 de junio de 2010
Carancho, el último film de Trapero
Es la primera nota que publico en el diario La Gaceta (Círculo de la Prensa)
La nueva película de Pablo Trapero, Carancho, muestra que tras los accidentes de tránsito, las víctimas y sus familiares necesitan millonadas de dinero para cubrir los gastos médicos y legales. Porque detrás de esa desgracia se asoma un negocio.
Carancho es una película argentina protagonizada por Ricardo Darín (Sosa) y Martina Gusman (Luján). El film muestra la infinita la cantidad de negocios sucios que realizan los corruptos de turno.
Sosa es un abogado, a punto de recuperar su matrícula, que se especializa en accidentes de tránsito y que se moviliza entre guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías en busca de clientes. Trabaja para una fundación de ayuda a las víctimas de accidentes de tránsito pero que, en realidad, es un turbio estudio jurídico. Sosa consigue víctimas, testigo y pericias, arregla a policias, jueces y aseguradoras. Por otra parte, Luján es una médica joven recién llegada a la ciudad que trabaja en guardias de hospitales y servicios de emergencias. Sola, con un ritmo extenso de trabajo, se enfrenta a un mundo desconocido. Esta historia de amor empieza la noche en que Luján y Sosa se conocen en la calle. Ella tratando de salvarle la vida a un accidentado, él tratando de transformarlo en su cliente. Juntos intentarán modificar sus vidas, pero el pasado oscuro de Sosa se interpondrá en su camino.
El nombre de la película deriva del sobrenombre del personaje de Ricardo Darín. Carancho es un ave que sobrevive comiendo carroña, cazadora oportunista que con frecuencia ataca animales jóvenes o heridos, usando como método la agresión a los ojos y labios hasta que la presa resulta indefensa y muere. Sosa, se alimenta de los individuos que convierte en sus clientes y a los que estafa. Detrás de este negocio, se encuentra una mafia que le roba el 80% del dinero a la víctima.
La película deja entrever que la justicia, débil, no puede desbaratar a esta banda.
La trama es atrapante y desarrolla un mensaje claro y contundente acompañado por los condimentos del amor y la acción que complementan a un final que no sorprende.
La nueva película de Pablo Trapero, Carancho, muestra que tras los accidentes de tránsito, las víctimas y sus familiares necesitan millonadas de dinero para cubrir los gastos médicos y legales. Porque detrás de esa desgracia se asoma un negocio.
Carancho es una película argentina protagonizada por Ricardo Darín (Sosa) y Martina Gusman (Luján). El film muestra la infinita la cantidad de negocios sucios que realizan los corruptos de turno.
Sosa es un abogado, a punto de recuperar su matrícula, que se especializa en accidentes de tránsito y que se moviliza entre guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías en busca de clientes. Trabaja para una fundación de ayuda a las víctimas de accidentes de tránsito pero que, en realidad, es un turbio estudio jurídico. Sosa consigue víctimas, testigo y pericias, arregla a policias, jueces y aseguradoras. Por otra parte, Luján es una médica joven recién llegada a la ciudad que trabaja en guardias de hospitales y servicios de emergencias. Sola, con un ritmo extenso de trabajo, se enfrenta a un mundo desconocido. Esta historia de amor empieza la noche en que Luján y Sosa se conocen en la calle. Ella tratando de salvarle la vida a un accidentado, él tratando de transformarlo en su cliente. Juntos intentarán modificar sus vidas, pero el pasado oscuro de Sosa se interpondrá en su camino.
El nombre de la película deriva del sobrenombre del personaje de Ricardo Darín. Carancho es un ave que sobrevive comiendo carroña, cazadora oportunista que con frecuencia ataca animales jóvenes o heridos, usando como método la agresión a los ojos y labios hasta que la presa resulta indefensa y muere. Sosa, se alimenta de los individuos que convierte en sus clientes y a los que estafa. Detrás de este negocio, se encuentra una mafia que le roba el 80% del dinero a la víctima.
La película deja entrever que la justicia, débil, no puede desbaratar a esta banda.
La trama es atrapante y desarrolla un mensaje claro y contundente acompañado por los condimentos del amor y la acción que complementan a un final que no sorprende.
Etiquetas:
Accidentes de tránsito,
Cine Argentino,
Negocio
jueves, 10 de junio de 2010
Comercial de los Carabineros de Chile
Hay que pensar en la familia, antes de beber alcohol, cuando se maneja
domingo, 6 de junio de 2010
sábado, 5 de junio de 2010
viernes, 4 de junio de 2010
jueves, 3 de junio de 2010
miércoles, 2 de junio de 2010
martes, 1 de junio de 2010
Más comprensión, menos conocimiento
En la facultad de medicina, el profesor se dirige a un alumno y le pregunta: "¿Cuantos riñones tenemos?", "cuatro", responde el alumno. "¿Cuatro?", replica el profesor, arrogante, de esos que sienten placer en pisotear los errores de los alumnos. "Traiga un fardo de pasto, pues tenemos un asno en la sala", le ordena el profesor a su auxiliar. "¡Y para mí un cafecito!, replicó el alumno al auxiliar del maestro. El profesor se enojó y expulsó al alumno de la sala. El alumno era el humorista Aparício Torelly, conocido como el Barón de Itararé (foto) (1895-1971). Al salir de la sala, todavía el alumno tuvo la audacia de corregir al furioso maestro: "Usted me preguntó cuantos riñones tenemos, tenemos cuatro: dos míos y dos suyos. Porque tenemos es una expresión usada para el plural. Que tenga un buen provecho y disfrute del pasto".
La vida exige mucha más comprensión que conocimiento. A veces, las personas, por tener un poco más de conocimiento o "creer" que lo tienen, se sienten con derecho de subestimar a los demás....
La vida exige mucha más comprensión que conocimiento. A veces, las personas, por tener un poco más de conocimiento o "creer" que lo tienen, se sienten con derecho de subestimar a los demás....
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